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Que le pongan mi nombre a tus labios


QUE LE PONGAN MI NOMBRE A TUS LABIOS


En el kilómetro tres de tus piernas

hice alto en mi camino.

Y subiendo por la vereda

que recorre el monte divino,

absorbí tus fragancias frescas

y me embriague con tu dulce vino.


Por el peso de la mochila, tenía mi cuerpo roto

y me tumbé un ratito a descansar.

A la sombra de tus caderas,

mi energía volvió a brotar,

y por las sendas de tu vientre

proseguí alegre mi caminar.


Maravillado contemplé tu ombligo,

pero ya anochecía y a mi pesar,

solo unos instantes pude gozar

del rojo atardecer del sol, dorando tu rubio trigo.


Al amparo de tus dulces pechos

hice noche a descansar,

y bajo millones de estrellas,

soñé que tu cumbre podría coronar.


Con el frescor del alba reanudé de nuevo mi andar.

Trepé hasta tus pezones…


(¿Sabías que desde allí se ve el mar?)


Y salvando los desniveles

a tus mejillas conseguí llegar.


Exhausto por el esfuerzo

pero henchido de felicidad,

ya había alcanzado mi meta…

ya tus labios pude besar.


Y allá, en la alta cumbre que jamás nadie pudo alcanzar,

más alta que el mar de nubes,

más bella que ningún lugar…

Me bebí tus horizontes

comprendiendo lo que era amar.

***

y allí me encontraron muerto

unas semanas atrás…


porque yo descubrí tus labios

y de ellos

me negué a bajar.


Sinuhé

Reflejos





Al principio, solo fueron pequeñas sombras reflejadas en pequeños objetos. Un destello fugaz ante sus ojos en el vidrio de un vaso de agua, un sutil movimiento multiplicado por los prismas del cenicero en la mesa del salón, detalles que se le antojaban ilógicos en la natural reflexión de la luz que entraba por las ventanas. A veces, cuando estaba solo, podía comprobar cómo estando todo absolutamente estático a su alrededor, en algunos lugares, como los pomos niquelados de los armarios o en los cristales de los retratos sobre la estantería, algo se movía junto a él durante unas décimas de segundo.


Poco a poco, los reflejos pasaron a lugares más grandes y ralentizaron sus tiempos. Ahora, a veces incluso durante un par de segundos, algo sin forma definida seguía sus movimientos por la casa y tras la estela de su reflejo podía observar siempre el suyo. Se acostumbró a tener en todo momento las persianas totalmente subidas y al anochecer, encendía pequeñas lámparas que compró a propósito, en todos los rincones de la casa para no perder detalle de sus movimientos. Desde el principio, no sintió ningún tipo de miedo ante aquellos sucesos, más bien, sintió una gran curiosidad que aumentaba cada vez más con el paso del tiempo. Incluso sin darse cuenta, un día se descubrió contándole, mientras limpiaba el polvo de la librería, lo que le había parecido la última novela de su escritor favorito.


Una nublada mañana de septiembre, se mostró por fin ante sus ojos. Se lavaba la cara, y cuando alzó la cabeza la vio justo a su lado, en el espejo. Sus rasgos y sus perfiles eran de una opacidad traslúcida y blanquecina. Era la primera vez que la veía quieta, y en su quietud pudo descubrir su serenidad y su conciencia. Como en una foto con luz sobreexpuesta, los contornos de su cara, sus ojos y sus labios, se perdían con las toallas ocres que había colgadas tras de ella. Tras unos segundos de silencio, le pareció que aquel leve movimiento de sus labios fue una sonrisa, cuando le dijo que quizás lloviera aquella mañana.


Desde ese día, no volvió a verla nunca de una forma tan nítida y directa, pero su figura ha continuado siempre junto a él en todo momento. Cuando alguna noche ve la televisión, la observaba en el reflejo de la pantalla apoyando su cabeza en su hombro. En noches de luna, entre las pausas del sueño, mira el techo del cuarto y las aspas metálicas del ventilador le devuelven su etérea figura engranada en las ondulaciones de su cuerpo. Cuando cocina, le acompaña juguetona al compás de sus trajines en los brillos de copas y cacerolas. Incluso ahora, mientras escribe estas letras, percibe sus ojos curiosos y su sonrisa tras él.


Sabe que ella apareció junto a el por algún motivo, ha aprendido a interpretar en las vibraciones de sus reflejos sus estados de ánimo. A veces, adopta los suyos propios y cuando él está intranquilo o apenado por alguna causa, su perfil vibra y se difumina en tonos rojizos. Otras, cuando llega más alegre de lo normal, su color cambia a vivos blancos azulados y su brillo rebota en metales y espejos, inundando de cálida luz todas las estancias de su casa. Pero de igual modo, sabe que ella necesita de sus vibraciones como el de las suyas, y está aprendiendo a vibrar y a cambiar el color de su aura, para poder ser, allá en su dimensión lejana, el reflejo que la acompañe durante todos los días de su vida.

Sinuhé (Reeditions)

El viejo Roble 2/2

Cientos de veces volví de nuevo a aquel lugar, primero, acompañado siempre de mi padre, más tarde, cuando fui algo más mayor, en soledad. Apoyado en su tronco, su madera me transmitía siempre una calma y sosiego totales, era como si a través de su corteza me inyectará las fuerzas que muchas veces me faltaban. Una vez, sentado en una gruesa rama a bastante altura, leía un libro en total tranquilidad y creo que ayudado por la calidez del sol de mediodía, me quedé dormido y, lentamente, me escoré hasta caer en picado en dirección al suelo. En ese instante de sobresalto, cuando sentí mi cuerpo caer a gran velocidad, me pareció ver que el roble movía rápidamente su ramaje de la parte más baja para recoger con suavidad mi cuerpo y frenar mi inminente caída. Dando un pequeño saltito, bajé al suelo completamente ileso y al incorporarme, pude ver como las ramas que se habían amoldado a mi cuerpo, retornaban a su posición original.

Aquel fue el momento más mágico de mi vida, una comunicación inquebrantable se estableció entre nosotros dos. El roble me reveló su secreto, me mostró la pureza de su existencia, aquello que ya habían conocido mis antepasados y que ahora comprobaba yo profundamente emocionado. Me marché tras abrazar su tronco, volviendo mi vista de vez en cuando convencido de que en cualquier momento sus raíces saldrían de las profundidades y se pondría a caminar junto a mí, como dos buenos amigos.

Pasaron los años y la rotundidad de la vida se fue adueñando de mis actos. Las obligaciones y la evaporación de la inocencia fueron espaciando cada vez más mis visitas a aquel lugar. El trabajo y las necesidades pactadas de la existencia me arrancaron de cuajo de aquel pueblo y aquellos bosques, y me escupieron sin piedad sobre una ciudad gris y contaminada. En círculos cerrados de monótono trabajo y deudas para pagar deudas, me sorprendí un día intentando recordar mi viejo roble, sin tan apenas conseguirlo.

Sin darme cuenta me mimeticé en la misma ciudad, me volví gris y contaminado. Me convertí en un ser con sentimientos prestados, puro materialista y totalmente conformista con el mundo que me rodeaba. Dejé de bracear para salir a llenar mis pulmones, y me dejé hundir, lentamente, hasta los más oscuros abismos de la existencia.

Ella fue lo único que aportó luz a mi vida, pero fue tan breve… la velocidad me los robó sin tan apenas haberlos saboreado. Mis proyectos de volver junto a ella a recorrer mis bosques, de continuar en él el secreto de nuestro viejo roble, todo se esfumó aquel negro día de noviembre. Ahora, nada de mí quedaba, yo también me había esfumado totalmente.

Las lágrimas y el alcohol me aconsejaron volver a aquel lugar, sabía que no había vuelta atrás y que solo él tendría el poder de rellenar mi cuerpo vacío. Hacía años que no tocaba su dura corteza, pero tenía la certeza de que solo entre sus ramas encontraría mi camino perdido.

La bruma de aquel atardecer difuminaba el perfil de su ramaje, mientras pasaba la cuerda sobre una larga rama, le conté lo desgraciada que había sido mi vida desde la última vez había charlado con él. Le conté que no habría un hijo mío que jugara de nuevo entre sus ramas y que ahora, en aquel mismo instante, solo él podía mostrarme un nuevo camino. Le conté, mientras ajustaba la soga a mi cuello, que al igual que aquel lejano día, cuando había movido sus ramas para salvarme, necesitaba que hoy volviera a mover sus ramas para volver a hacerlo. Y mientras me lanzaba de nuevo al vacío, le dije que solo necesitaba esa pequeña muestra de que no estaba solo en la vida, para poder continuar viviendo.

Nadie en el lugar se explica cómo mi cuerpo permaneció allí colgado durante tantos días sin que fuera presa de los animales y las alimañas del bosque. Algunos dicen que el roble, con tremendos esfuerzos, me protegió de ellos durante todo ese tiempo y que quizás todos esos esfuerzos fueron los que le llevaron a no superar aquel otoño. Pero yo sé que no se secó por aquellos esfuerzos, descubrí demasiado tarde que en realidad su sabia no se alimentaba de los rayos en las tormentas, sino de los juegos, la ilusión y la inocencia de todos aquellos niños durante tantas generaciones.

Soportó el fuego, la lluvia, el viento y el hielo, y llegué yo, y lo maté de pena.



Fin...



Sinuhé

El viejo Roble 1/2




La primera vez que vi aquel Roble no pude aguantar la tentación de trepar hasta sus ramas más altas. Mi padre me llevó hasta él y mientras atravesábamos los bosques, me contó la historia de aquel viejo árbol. Mi padre escuchó esa historia de los labios de mi abuelo, y mi abuelo, de mi bisabuelo, y de ese modo aquella historia había permanecido como parte viva de nuestra familia desde el comienzo de los tiempos.

En silencio, con el único acompañamiento del crujir de la hojarasca bajo nuestros pies, escuché embelesado el relato que mi padre me regaló aquel día. Me contó que aquel árbol era el primer árbol que existió en el mundo, y que posiblemente hasta fuera más viejo que el mismo mundo. Me dijo que aquel roble estaba vivo, que sentía, que respiraba y que durante el paso de los siglos había cambiado de lugar algunas veces, con lo cual pensaba que incluso tenía el poder de caminar. Aquel gigante había sobrevivido a decenas de incendios, tormentas y vendavales. A su alrededor, miles de árboles de todo tipo habían nacido, crecido y muerto, mientras que él se mantenía siempre inerte al paso del tiempo, imponente y majestuoso. En el pueblo se decía que cuando había tormentas, el viejo roble atraía los rayos como si sus ramas fueran de metal puro, desde las partes altas del pueblo veían como todas las descargas eléctricas caían siempre en la misma zona de la montaña, donde él estaba. Y pasada la tormenta algunos hombres iban a ver los estragos causados por los rayos en su vieja madera, pero jamás encontraron ni la más leve herida. Quizás su sabia se alimentara de aquella electricidad como pago secreto que la naturaleza le regalaba por la infinita cantidad de oxígeno que había fabricado durante su infinita vida.

Cuando lleguemos al claro donde vivía el roble, lo vi por primera vez. Mis pupilas se dilataron hasta el punto de dolerme ante la visión de aquel titánico ser. Por primera vez en mi vida fui consciente de mi pequeñez e insignificancia. Recuerdo que en aquellos tiempos nos enseñaban en el colegio las teorías sobre la creación del universo, y que cuando observé por vez primera al roble, sonreí ante la estupidez de lo que intentaban hacernos creer, pues estaba clarísimo que todo era mentira, porque saltaba a la vista que el mundo solo podía haber sido creado bajo las raíces de aquel árbol. Posiblemente al principio hubiese sido pequeño, como el planeta donde vivía el principito, y que poco a poco, rayo a rayo, sus raíces como cordones umbilicales, hubiesen alimentado al planeta haciéndolo engordar hasta las proporciones que tiene hoy en día.

Durante más de una hora, trepé, salté y exploré cada una de sus ramas. Desde lo más alto podía ver todos los bosques de alrededor y al mirar hacia abajo, veía a mi padre contemplando mis juegos, sonriente, quizás reviviendo sus propios juegos, aquellos que cuando era niño ocuparon días enteros entre las frondoso follaje de aquel mágico árbol.



Continuará...