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Sábados literarios. La primera vez que...

Subiéndome por primera vez al bus y disfrutando del trayecto. :)


La primera vez que…

Vi a aquella mujer de negro fue siendo yo un niño, en la sala de espera de la consulta del médico. Debería tener entonces unos seis o siete años y ya no recuerdo, pese a la frecuencia con la que mi madre me llevaba al ambulatorio del pueblo, el motivo de aquellas visitas. Pero bueno, la cuestión es que desde la primera vez que vi a aquella anciana noté que algo en ella era diferente al resto. La sala de espera, a aquellas horas de la mañana solía estar siempre abarrotada de gente, que pese a los enormes carteles que rezaban la palabra silencio sobre sus cabezas, no paraban de cotillear en voz alta. De vez en cuando, la enfermera del médico abría la puerta y nombraba algunos nombres para comprobar y reajustar la lista de espera. Siempre, en estos momentos, la algarabía subía de tono por motivos que yo no comprendía.
Pero aquella mujer permanecía siempre impasible en su asiento, con la cabeza gacha y la mirada perdida en algún punto inconcreto del enlosado. Su rostro de vieja, apergaminado y mortecino, me recordaban a las figuras del museo de cera que vi una vez en la televisión. No hablaba, no pestañeaba, y el único movimiento perceptible que hacía era un ligero juego con sus pulgares, que con las manos sobre su regazo, hacían pequeños círculos concéntricos el uno, alrededor del otro.
Siempre que mi madre me llevaba al médico, allí estaba aquella mujer, en el mismo lugar, absorta en su juego dactilar. Un día, por algún motivo, mi madre me llevó al médico mucho más tarde que de costumbre y la sala de espera estaba vacía, a excepción de la anciana. Esto me causó una gran sorpresa y al salir del médico le pregunté a mi madre porqué la enfermera no llamaba nunca a aquella mujer de negro. Mi madre, mirándome sorprendida, me dijo que allí no había ninguna mujer de negro y, tras escuchar mi retaila de quejas y explicaciones sobre todas las veces que la había visto, zanjó el tema con un tirón de orejas y me dijo que me dejara de tonterías, que ya era muy mayor para andar imaginando a personajes inexistentes y que allí nunca había estado esa mujer, que al parecer, fue fruto de mi imaginación infantil.
Los años pasaron y nunca volví a recordar a aquella vieja de negro, todo quedó en el olvido, hasta que hoy, al salir con mi hijo del médico, me ha preguntado que porqué esa mujer que siempre está allí cuando vamos, no para de mover los dedos.

Sinuhé


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Oda al esputo




(Reeditions)

Escupitajo, gargajo, gapo, salivajo, pollo…. Decenas de nombres ha creado el castellano para denominar a esta denostada pero a la vez necesaria acción fisiológica.
Desde que el hombre es hombre, el salivazo nos ha acompañado en nuestra historia, y absolutamente todos los seres humanos que existen y o han existido antes que nosotros, han hecho uso de este por lo menos una vez en su vida. Ya en las sagradas escrituras, un tremendo escupitajo, acompañado de un rotundo garrotazo en el suelo, sirvió de preámbulo a la famosa frase de Moisés “Aguas, separáos”.
Hasta hace pocos años el escupir no estaba mal visto. En cualquier local de reuniones sociales, las escupideras eran objeto común de la decoración.
Curiosamente, si el Neardenthal hubiese evolucionado en lugar del cromagnon, no existiría esta palabra de castellano, porque según explican los científicos; la forma de su mandíbula y la colocación de su lengua en la cavidad bucal, les habría hecho imposible lanzar pollos. Esto me lleva a la conclusión de que con toda seguridad, los Neardenthales murieron todos ahogados en sus propias secreciones.
Hoy por hoy, en reuniones masculinas se sigue escupiendo sin tapujos como lo hacían nuestros ancestros. No pasa lo mismo en el sexo femenino, en el que escupir se califica como guarrada u ordinariez. Salvo en ocasiones en las que el escupidor sea un guapo futbolista o un Clint Eastwood, arquetipo del tipo duro.
He de pensar que las féminas también escupen en privado, aunque todavía no he encontrado a ninguna que lo reconozca.
En el caso de los deportistas, a parte de poseer un potencial escupidor sobrenatural, parece que también encuentran cierto placer en revolcarse continuamente sobre estos. Véase cualquier partido de fútbol. También ciertos animales como las llamas o los camellos, poseen la capacidad de escupir, posiblemente retazos del reparto genético en la sopa primigenia.
En mis reflexiones sobre este tema, se me ocurrió que si en los hogares de jubilados y en los campos de fútbol el estado montase unas buenas canalizaciones hasta los embalses. No padeceríamos los problemas de falta de agua, motivo de discusión entre regiones en los últimos tiempos.
En fin, toda esta parrafada la escribo porque hace unos días, una compañera de trabajo me llamo “COCHINO” , tras verme echar un escupitajo. Pese a que no fue el mío uno de esos escupitajos repulsivos y de baja estopa, si no más bien de los que se tiran con clase, entre los dientes con empuje sutil de lengua…¡Fssttt!.
Y hete aquí mi queja.
Señoras, ¡Por Dios! ¡¡Déjennos escupir tranquilos y hagan ustedes lo mismo, arránquense los sujetadores y escupan al viento!!!!(a favor, recomendablemente).
Que si los humanos sobrevivimos, es gracias al bendito pollo mañanero.


Sinuhé G.

Nota: Se que lo de los sujetadores no tiene nada que ver con el tema. Pero por mí que no quede la reivindicación.



Anónimo






Y no puedo darte más de lo que tengo,


y lo único que tengo, es tu ausencia.


[Anónimo]

El plan




El plan (Reeditions)

Las primeras gotas de la tormenta comienzan a mojar mi rostro y con ellas acuden también las primeras letras de esta última despedida que te brindo. Ultima despedida y primer saludo, todo en una nota escueta en la que intentaré ser breve para que no te aburra mi letra temblorosa y para que sepas por fin lo mucho que te amé.
Te quise desde siempre. Yo fui aquel que te adoró en silencio mientras contemplaba maravillado tus juegos infantiles. Pese a que tú ignorabas mi presencia, te amé mientras eran otras manos las que te acariciaban. Soy el que pasó noches enteras bajo tu ventana con la única ilusión de ver tan solo una vez tu silueta fugaz en las sombras. Soy aquel que lloraba a lo lejos cuando sobre tu cabeza llovía arroz consagrado. Soy aquel que en tus ausencias arrastró sus pies por los lugares donde te gustaba pasear, olisqueando el aire como un perro para intentar captar alguna brizna rezagada de tu aroma. Soy el que dejó de vivir un día con la única esperanza de renacer de nuevo entre tus labios. Soy aquel al que jamás conociste por qué no tuvo valor de conocerse a sí mismo. Soy aquel que ya no puede esperarte por que ya no sabe en qué lugar se encuentra… ni en qué momento.
Como verás, mi último gesto en esta vida será todo un alarde de enmascarada valentía y para decirte que siempre te amé, moriré de forma llamativa. Hace tiempo que espero este momento, nada puede fallar hoy, porque si algo falla jamás leerás esta nota porque simplemente seré otro cuerpo más encontrado bajo las ruedas de un tren o entre las sucias aguas del río. Y de ese modo, con una muerte vulgar y cobarde, no seré digno de ti ni de tu recuerdo.
La lluvia cae fuertemente y el viento comienza a soplar enfurecido. Lo tengo todo muy calculado, a mi alrededor solo hay tierra yerma y campos de trigo segados. Sentado bajo este viejo roble esperaré a que llegue la tormenta y a que mi esperado rayo termine de partir mi corazón maltrecho y difumine por estas tierras, en mil pedazos, la cobardía que siempre me separó de ti.
Termino la nota, como todas las notas de amor que se escribieron, con un te quiero. La firmo y la guardo con cuidado en su bolsita de plástico, para que no se lleve la lluvia mi única declaración de amor.
La tormenta ya está sobre mí, el sonido de los truenos sosiega mi alma y me llenan de paz. Me tumbo sin prisas con la alegría del deber cumplido. Entre el follaje observo como el viento mece la antena que he colocado en lo más alto del roble a modo de pararrayos. Cierro los ojos para verte por última vez mientras la fría lluvia me fusiona con el barro y las hojas secas. En la primera milésima de segundo, en la que el aire se separa para dejar paso a la electricidad, soy consciente de que ese es mi rayo. Con los párpados temblorosos lo veo nacer entre las negras nubes y recorrer el espacio en mi busca. Zigzaguea veloz en líneas rectas e ilumina con su azulado resplandor todo mi cuerpo.
El roble lo recibe en silencio, la electricidad recorre sus venas y astilla su madera en crujidos sordos. Un zumbido invade el suelo a mi alrededor y mis músculos se tensan hasta partirse. Mi espalda se quiebra mientras percibo dolorosamente el olor a madera y carne quemada. Mis últimas contracciones me dejan con la cabeza girada, mirando directamente la nota con mi declaración de amor. Soy consciente de que me quedan escasos segundos de vida antes de desaparecer para siempre y todavía consigo esbozar una sonrisa. Posiblemente sea el primero en el mundo que se suicidó con un rayo, seguro que mi valentía no se te olvidará jamás. Mientras se oscurece todo a mi alrededor, un pequeño arco voltaico salta de la punta de mis negros dedos y prende en llamas el papel… el plástico comienza a derretirse y por los agujeros que va creando escapan veloces mis palabras como pequeñas chispas en busca de libertad.
***
Soy un estúpido, tanto tiempo planeando esto y al final, se me escapó ese pequeño detalle. Ahora jamás sabrás lo mucho que te quise… lástima no estar vivo para poder decírtelo.



Sinuhé Gorris



Yo danzo ¿Y tu? (De nuevo libre)



Capítulo 7.


A los pocos días de estar en aquel lugar rodeado de gente tan extraña, comencé a sospechar lo que era aquel extraño sitio. Supuse que aquello era una especie de psiquiátrico especializado en gente obsesa de los disfraces y el arameo. Porque todos allí hablaban en lenguas irreconocibles para mí y andaban todo el día enfundados en sus disfraces extraños. Aunque la originalidad no era su fuerte, la mayoría vestían trajes parecidos que imitaban cuerpecillos grises y delgados con enormes cabezas redondas de ojos rasgados y largos dedos como lombrices. A excepción de mi amigo Alf, que lucía el peor traje de todos. No se lo dije para no desmoralizarlo, pero la verdad es que era feo de cojones. Aunque era un tipo simpático, no es que tuviese una conversación muy fluida, pues de su “teléfono” y “mi casa”, no salía el pobre. Un día, por curiosidad, intenté quitarle el traje para ver quien había allí dentro, pero desistí ante los gritos de espanto cuando tiraba de los pelos de su culo, imaginando que en la ranura deberían de estar los velcros de cierre del disfraz.
Para mantener entretenidos a los internos, le habían montado una especie de taller de construcción, donde pasaban la mayoría del día construyendo algo parecido a un enorme plato sopero plateado. Pese a las pintas, parecían todos bastante inteligentes, pues se desenvolvían bien entre planos, herramientas y cachivaches electrónicos.
De vez en cuando, los tiarrones de negro se daban un paseo por allí y les daban palmaditas en la espalda como signo de aprobación a la labor que estaban haciendo. Al final, por puro aburrimiento, mi amigo Alf y yo decidimos unirnos al grupo de construcción. La máquina más tecnológica que yo había usado era mi antiguo vespino, pero como soy de naturaleza espabilada, aquello no sería complicado para mí. Aprovechando un momento en el que habían poca gente por allí, nos colamos en el interior del plato sopero, y para que Alf viera que yo sabía lo que hacía, comencé a apretar botones aleatoriamente, explicándole al mismo tiempo que si aquel de allí era para que no hiciera perleta la bujía, que si el otro era para ajustar la junta de la trócola, etc… Alf me miraba admirado y observaba con detalle mis movimientos, mientras que con su dedo rojo luminiscente se sacaba unos mocos.
En eso estábamos cuando subí unas palancas plateadas y aquella máquina comenzó a rugir y a temblar. En el alto techo en forma de cúpula, unas plataformas deslizantes comenzaron a separarse y pude ver el azul del cielo en la ranura que comenzaba a formarse. Bajo el plato sopero, el humo salía a presión al compás de sirenas y pitidos que retumbaban en toda la estancia. Los tiarrones de negro aparecían a decenas por todos los lados y nos gritaban e increpaban braceando con energía. El ruido no me permitía oírlos, pero supuse que me aclamaban por haber podido poner aquel artilugio en marcha, cosa que no habían conseguido todos aquellos personajes en todo aquel tiempo. Acto seguido, aquel armatoste comenzó a elevarse con celeridad, en ese mismo momento caí en la cuenta que quizás aquello sería mi salvación. No tenía muchas palancas y con mi intelecto, me sería fácil controlarlo para poder volver a mi casa. Salimos disparados hacia el cielo, estaba comenzando a saborear mi libertad de nuevo cuando nos estrellamos a escasos trescientos metros del punto de partida.
Salimos medio mareados del aparato que se había quedado clavado en la arena de aquella especie de desierto. A mi amigo le había pillado el golpe con el dedo en la nariz y parecía que se le había quedado atrancado.
Observando la situación, pude ver que el lugar donde había estado las últimas semanas estaba bajo el suelo, pues a mi alrededor solo divisaba una superficie plana y árida, tan solo rota por una especie de bar de carretera solitario, en la que un montón de motos permanecían aparcadas en perfecto orden. A lo lejos vi como algunos vehículos todo terreno se dirigían hacia nosotros a gran velocidad, seguro que eran los tierrones de negro que venían a felicitarnos por nuestra corta, pero gran gesta. Me gustan los homenajes, pero no estaba dispuesto a volver a aquel lugar de pirados, así que agarrando a Alf, me lo puse bajo los brazos y corrí en dirección al barucho.
Actué rápido. Me subí a la primera moto de la fila, acoplé a Alf en el manillar y salí a escape de aquel lugar. Al ruido del motor salieron del bar unos cincuenta tipos grandes, con chaquetas de cuero, grandes barrigas y unas barbas de órdago.
Pese a lo voluminoso de sus panzas, me parecieron muy habilidosos para subirse a sus motos y correr tras de mí.
Así que allí estaba, con mi vestido plateado brillando al sol corriendo por el desierto, con mi amigo Alf sentado en el manillar con un dedo atrancado en la nariz que le iluminaba de rojo toda la cabeza. Con cincuenta barbudos gordos tras de mí y tras estos, los tiarrones de negro corriendo para felicitarme. Aquello me trajo viejos recuerdos, y por algún motivo, me sentí libre y no pude más que lucir una gran sonrisa mientras el cálido viento azotaba mi rostro.

Continuará…
Sinuhé G.

Al alba


Y a ese fresco umbral entre la noche y el día,
le llamaron Alba.
Para que el escenario de tus solitarios pasos,
tuviese un nombre.
Sinuhé