Recordaré aquel verano toda mi vida, yo era un niño feliz y asilvestrado y, allá en el pueblo, los días pasaban veloces entre risas, juegos y aventuras. Todas las mañanas, bien temprano, nos juntábamos los niños de la calle y decidíamos la agenda del día. Algunos días, subíamos a las ruinas del castillo y jugábamos a sitiadores y a sitiados, yo siempre quería ser El Cid Campeador, aunque era un título bastante disputado y la mayoría de las veces me tenía que conformar con ser un simple lacayo. Otros días nos dedicábamos a explorar los montes cercanos y de vez en cuando descubríamos alguna pequeña cueva o riachuelo y disfrutábamos imaginando que éramos los primeros en ver aquellos lugares, bautizándolos con nombres de lo más disparatados. Cuestas y bicicletas, helados y chapuzones en la presa vieja, sin más preocupación que tostarnos al sol de agosto y disfrutar de nuestra mágica infancia en ese mundo fantástico en el que uno vive cuando tan solo cuenta con once añitos de vida.

Al mediodía, después de comer, en el pueblo se imponía la ley de la siesta y el silencio se imponía en las empinadas calles, tan solo violado por el crujir del sol en maderas viejas y el soplo suave del poniente jugueteando con las páginas de un periódico olvidado sobre una silla de mimbre.

Hasta las cinco de la tarde, todos los niños de la calle teníamos prohibido salir de casa. Aquello era una conspiración pactada de los adultos, que para asegurarse unas horas de calma total, nos encarcelaban sin ningún remordimiento entre las gruesas paredes de piedra de nuestras casas. Por suerte, mis padres eran de sueño fácil y la ventana de mi habitación estaba a escasa distancia de la calle. Todas las tarde, cuando comenzaba a escuchar los ronquidos de mi padre, me descolgaba por la ventana y, rápida y sigilosamente bajaba por las solitarias calles hasta el río, con mucha prudencia de ser visto porque me jugaba un castigo severo con aquellas escapadas.

Por la fresca vereda que corría junto al río, pasaba aquellas horas muertas disfrutando de la gran diversidad de insectos y bichos que me encontraba a mi paso. Un día, bastante alejado del pueblo, continué mi paseo más allá de donde solía llegar siempre y me adentré por un pequeño sendero sombreado por viejas zarzas, que parecían a ver dejado a propósito un largo túnel en su interior para poder acceder a la parte alta del río. Cuando salí del oscuro túnel, un fuerte aroma a romero y hierba buena impregnaba todo el ambiente y, rodeado de centenarios robles el río continuaba al cobijo de altas cañas y verdes arbustos, formando curiosas pozas de aguas claras en las rocas erosionadas. Entonces, la vi. En un primer momento, me pareció un hada, su desnuda piel destellaba bajo el ardiente sol, miles de gotitas cubrían su cuerpo reflejando el verde entorno y haciéndome creer que estaba hecha de lo que están hechas las libélulas. Arrodillada en una de aquellas pozas heladas, el agua la cubría hasta sus caderas y su largo pelo oscuro caía salvaje por su espalda rozando y jugueteando con la cristalina superficie del manso río. Sus pequeños pechos comenzaban a despuntar como dulces fresones y mientras tarareaba distraída una suave melodía, dejaba caer el agua en su rostro desde sus manos unidas en pequeño cuenco. Aguantando la respiración para no ser descubierto, la observaba embelesado desde mi escondrijo entre los altos cañaverales. Debía de tener unos pocos años más que yo, sobre catorce o quince, y pensé que quizás fuese del pueblo vecino porque nunca antes la había visto en el mío. No se el rato que estuve allí hipnotizado cuando caí en la cuenta de la hora que debería de ser, al trote volví corriendo a mi casa justo a tiempo para no ser descubierto por mis padres, que retornaban en esos momentos de sus placenteros sueños.

A partir de aquella tarde, todos los días partía en secreto hacia mi escondite para ver en silencio el baño mágico de aquella ninfa, de aquel ser maravilloso del que me enamoré perdidamente, a escuchar su suave melodía que como el canto de las sirenas me atraía hacia aquel lugar como un imán a una herradura.

Llegó el final de agosto, amaneció un sábado tormentoso y al día siguiente volvíamos de nuevo a la ciudad. A media mañana comenzó una suave lluvia que persistió ya durante el resto del día como preludio gris de mis esperanzas de verla por última vez. Totalmente abatido y desesperanzado partí bajo la lluvia hacia el lugar secreto. En mi rostro, la lluvia se llevaba mis primeras lágrimas de amor convirtiéndolas en barro. Cuando llegué, aquel lugar me pareció un sitio completamente diferente, el aroma a romero y hierba buena apenas se percibía por la humedad de la tierra y el gris rumor de la lluvia sobre las cañas no dejaban escuchar el correr del río.

Ella no estaba, y en el centro de la poza solo pude ver las ondas que la lluvia creaba sobre el espejo dormido del manso río. Curiosamente me pareció que el río reservaba el hueco para su cuerpo donde el agua permanecía lisa y suave, ajena al temblor de las gotas que caían del cielo. Antes de marcharme, salí de mi escondite para dar un último vistazo a aquel lugar que tantas emociones me había proporcionado. Por cobardía no lo había hecho ninguna tarde, o quizás por miedo a no volver a verla. Un segundo antes de dar media vuelta, sobre una gran roca que había en el lado opuesto de la poza, me pareció ver algo rojo que destacaba de los tonos grises de aquel día. Me acerqué y sobre unas verdes hojas había un montoncito de moras rojas. Junto a estas, en una pequeña bolsita de plástico, había un mechoncito de pelo azabache y una nota, en la que leí mientras la lluvia emborronaba su tinta… “El verano que viene, no tengas miedo de salir de tu escondite”.

Sinuhé


Fotografía de Molinatron