Hoy hace seis años, siete meses y tres días que comencé a caminar.

Aquella fue una mañana como otra cualquiera. Recuerdo que era un sábado del mes de junio, al despuntar el sol en el horizonte cogí mi caña de pescar y anduve el camino hacia el rompeolas que tantas veces había recorrido. Sentado sobre las rocas, la espuma del mar salpicaba mi rostro cuando las olas rompían sobre el espigón. El sol tostaba mi piel y el viento batía mi cuerpo regalándome aromas a sal y a lejanía.

Hacía ya unos años que vivía en aquel pueblecito y, desde entonces, mi vida transcurría mansa y sin preocupaciones. Los recuerdos de mi niñez en las visitas veraniegas que hacíamos a mis abuelos pasaban nítidas bajo mis párpados y, ahora que todos habían desaparecido, la soledad me abrumaba en infinitas noches insomnes y tormentosos días grises. Mis padres habían fallecido en un accidente de automóvil hacía ya unos años y mi abuelo se marchó poco después derrotado por una larga enfermedad. Cuando mi abuela se quedó sola, no dudé ni un solo instante en abandonar la ciudad y mudarme con ella para apurar a su lado los últimos años de su vida. Desde que ella también se marchó, hacía ya tres meses, solo los recuerdos y la tranquilidad de mi espigón me ataban a aquel lugar de alguna forma intangible. Los últimos años pasados en aquel rincón junto al mediterráneo también me habían alejado de mi anterior vida en la ciudad, de mi trabajo, de mis amigos y ahora, me sentía como un perro sin dueño, sin ningún lugar al que acudir para que me acariciaran en lomo en los anocheceres yermos.

Aquella mañana, con el rostro alzado al sol, el viento me obsequió con un aroma nuevo. Una esencia que jamás había sentido entre los cientos de miles que el océano había arrastrado durante aquellos años hasta mi torre de vigía. Como el humo de un cigarrillo, el dulzor de aquel bálsamo atravesaba la salinidad del aire y se introducía en mí ser de forma pura e inmaculada, sin ningún tipo de matiz ni de contaminación. Las aletas de mi nariz crepitaban como alas de mariposa intentando capturar hasta el más leve resquicio de aquella fragancia. Mareado y aturdido abrí lentamente los ojos y enfocando el perfil del mar me pregunté si sería posible… si más allá de aquel confín existiría un ser capaz de emitir aquel perfume… si sería probable que en algún lugar del mundo de una mujer brotara sirope en alfaguara.

Una pequeña luz se iluminó en mi interior en aquel preciso instante. Quizá fuese una locura, pero aquel pequeño resquicio de ilusión era lo único que necesitaba para emprender un nuevo camino en mi vida. Me preparé una pequeña mochila con un par de mudas, mis documentos, unos libros y mi bloc de escritura. Le dejé la llave de la casa a la vecina, una viejita lozana y entrañable que desde la infancia había sido amiga de mi abuela, para que cuidara de los geranios y de las hortensias que con tanto mimo había cultivado esta.

Baje hasta la playa y comencé a caminar junto al mar, hacia el sur, hacia el lugar de donde sentí llegar aquel aroma. A un par de kilómetros, me giré un instante para contemplar por última vez aquel precioso lugar en el que habían transcurrido los últimos años de mi vida, sin la certeza de volver a verlo alguna vez de nuevo, memoricé su perfil de blancas casitas encaladas y amontonadas en desorden contrastando con los coloreados barcos pesqueros que, a aquellas horas, retornaban de faenar al abrigo de una nube de bulliciosas gaviotas ansiosas por embucharse su almuerzo gratuito.

Caminé, siempre cerca del mar recorrí cientos y cientos de kilómetros por estrechos y solitarios senderos a veces, otros por carreteras y caminos más transitados. La mayor parte del tiempo solo con mis pensamientos y, algunos días, acompañado por algún caminante que como yo, recorría el mundo en busca de su particular sueño. Pasaron los meses y cada vez, la lista de los lugares por donde había pasado se hacía más y más larga. Pasó un otoño… y un invierno… y una primavera, y un verano en algún lugar tan frío que no supe distinguir si en realidad era verano. En algunas temporadas, el perfume me llegaba amplificado y guiaba mis pasos hacia el sin el más mínimo riesgo de pérdida. Otras veces, perdía el rastro casi por completo y me detenía durante días y días sentado al borde de abruptos acantilados, hasta que conseguía de nuevo captar una pequeña hebra del azucarado olor para poder proseguir mi camino.

Me alimentaba de lo que me ofrecía el mar y la naturaleza y, en algunas ocasiones, del afecto de la buena gente que encontraba a mi paso. Dormía bajo las estrellas cuando el clima me lo permitía, y cuando no, al socaire en bosques, graneros o pequeños refugios junto a la costa.

Recorrí continentes enteros y, cuando en algún lugar se me agotaban las costas, trabajaba en cualquier cosa durante una temporada para pagarme el pasaje en un barco hacia un nuevo litoral y, otra vez comenzaba mi camino. Pasaron los años. Anduve por playas de arenas blancas, negras y tostadas, caminé por miles de pueblos y ciudades, anduve bajo la lluvia y la nieve, crucé ríos y escalé escarpadas montañas. Me hablaron en decenas de idiomas, conocí a gentes de todo tipo y bebí de cientos de fuentes y pozos, pero en ningún momento, dejé de guiarme por esa fragancia que como etérea brújula, me arrastraba hacia ella cada vez con más fuerza.

Un día a principios de enero, mientras caminaba descalzo por una desierta playa, la fragancia llegó a mí de la forma más amplia y limpia que lo había hecho hasta ese momento. Aspirándola fuertemente, sentí que me encontraba ya muy cerca de la fuente de aquel mágico y embriagador olor. En la orilla, a pocos metros ante mí, estaba sentada una mujer con unos preciosos ojos oscuros y un pelo largo y brillante que caía sobre sus mejillas. Aquella mujer me miraba mientras me acercaba mostrándome una bella sonrisa y, de vez en cuando, apretaba graciosamente sus labios de forma nerviosa. Cuando llegué hasta ella, me senté a su lado en silencio y los dos contemplamos durante largo rato la infinidad del océano. Hacía frío, ella cubría sus hombros con una cálida manta y levantando su brazo, me ofreció cobijo junto a ella.

-¿Te gusta contemplar el mar? Le pregunté.

-Hace seis años, siete meses y tres días, estaba una mañana aquí sentada y un lejano aroma a sal y a romero penetró hasta mí corazón a través del dulce viento y, desde entonces, todas las mañanas he venido a este lugar para volver a sentirlo. Cuando te vi venir hacia mí caminando por la playa, supe que ese aroma provenía de ti. Me contestó.

-¿Eres tú mi hombre de sal? Me preguntó acercando sus labios a mi oído.

-¿Eres tú mi mujer de sirope? Le contesté acercando mis labios a los suyos.

La mutua respuesta a nuestras preguntas fue un anhelado beso y de este, brotó un manantial de amor que sació nuestra sed durante el resto de nuestras vidas.

Sinuhé. Reeditions.