A un hombre le regalaron un perro, al que quería mucho.

El perro iba con él a todas partes, pero el hombre no pudo enseñarle a hacer nada útil.

El perro no recogía cosas ni rastreaba, no corría, ni protegía, ni montaba guardia.

Se sentaba a su lado y le miraba, siempre con la misma expresión inescrutable.

“Eso no es un perro, es un lobo”, dijo la esposa del hombre.

“Solo me es fiel a mí”, respondió él.

Un día el hombre se llevó al perro con él en su avión privado y mientras volaban sobre cumbres nevadas los motores fallaron y el avión se hizo pedazos entre los árboles.

El hombre yacía sangrante con el vientre abierto por esquilar de metal; el vapor brotaba de su cuerpo en el aire frío, pero en lo único que podía pensar era en su perro fiel.

¿Estaba vivo? ¿Estaba herido?

Imaginad su alivio cuando el perro apareció chapoteando y lo observó con la mirada fija de siempre.

Al cabo de una hora, el perro olisqueó el ab domen abierto del hombre y luego empezó a sacarle los intestinos y el bazo y el hígado y a comérselos sin dejar de estudiar la cara del hombre.

“Gracias a Dios”, dijo el hombre. “Al menos uno de nosotros no morirá de hambre”



de Los susurros divinos de Han Qing-jao