La primera vez que vi aquel Roble no pude aguantar la tentación de trepar hasta sus ramas más altas. Mi padre me llevó hasta él y mientras atravesábamos los bosques, me contó la historia de aquel viejo árbol. Mi padre escuchó esa historia de los labios de mi abuelo, y mi abuelo, de mi bisabuelo, y de ese modo aquella historia había permanecido como parte viva de nuestra familia desde el comienzo de los tiempos.

En silencio, con el único acompañamiento del crujir de la hojarasca bajo nuestros pies, escuché embelesado el relato que mi padre me regaló aquel día. Me contó que aquel árbol era el primer árbol que existió en el mundo, y que posiblemente hasta fuera más viejo que el mismo mundo. Me dijo que aquel roble estaba vivo, que sentía, que respiraba y que durante el paso de los siglos había cambiado de lugar algunas veces, con lo cual pensaba que incluso tenía el poder de caminar. Aquel gigante había sobrevivido a decenas de incendios, tormentas y vendavales. A su alrededor, miles de árboles de todo tipo habían nacido, crecido y muerto, mientras que él se mantenía siempre inerte al paso del tiempo, imponente y majestuoso. En el pueblo se decía que cuando había tormentas, el viejo roble atraía los rayos como si sus ramas fueran de metal puro, desde las partes altas del pueblo veían como todas las descargas eléctricas caían siempre en la misma zona de la montaña, donde él estaba. Y pasada la tormenta algunos hombres iban a ver los estragos causados por los rayos en su vieja madera, pero jamás encontraron ni la más leve herida. Quizás su sabia se alimentara de aquella electricidad como pago secreto que la naturaleza le regalaba por la infinita cantidad de oxígeno que había fabricado durante su infinita vida.

Cuando lleguemos al claro donde vivía el roble, lo vi por primera vez. Mis pupilas se dilataron hasta el punto de dolerme ante la visión de aquel titánico ser. Por primera vez en mi vida fui consciente de mi pequeñez e insignificancia. Recuerdo que en aquellos tiempos nos enseñaban en el colegio las teorías sobre la creación del universo, y que cuando observé por vez primera al roble, sonreí ante la estupidez de lo que intentaban hacernos creer, pues estaba clarísimo que todo era mentira, porque saltaba a la vista que el mundo solo podía haber sido creado bajo las raíces de aquel árbol. Posiblemente al principio hubiese sido pequeño, como el planeta donde vivía el principito, y que poco a poco, rayo a rayo, sus raíces como cordones umbilicales, hubiesen alimentado al planeta haciéndolo engordar hasta las proporciones que tiene hoy en día.

Durante más de una hora, trepé, salté y exploré cada una de sus ramas. Desde lo más alto podía ver todos los bosques de alrededor y al mirar hacia abajo, veía a mi padre contemplando mis juegos, sonriente, quizás reviviendo sus propios juegos, aquellos que cuando era niño ocuparon días enteros entre las frondoso follaje de aquel mágico árbol.



Continuará...