Apuro mi segunda copa de Chivas y me entrego a un largo paseo bajo la lluvia, con el cuello del abrigo subido hasta las orejas y un cigarrillo en la comisura de mis labios continuo recordando los últimos meses de mi hermano.
Las primeras semanas junto a Mónica fueron bastante difíciles para los dos, su sangre necesitaba la heroína como su sed al agua y cuando Andrés regresaba del trabajo encontraba la casa vacía. Ella desaparecía durante días y él pasaba horas buscándola por todos los rincones de la ciudad. Algunas veces la encontraba semiinconsciente y la llevaba a casa sin que esta se diera cuenta de nada, otras, ella no había conseguido nada que meterse en las venas y se le mostraba transformada en un ser brutal y despiadado que no dudaba en insultarlo y mandarlo a la puta mierda cuando él le tendía su mano.
En sus días lúcidos, Mónica se aferraba a él como la niña que se aferra a su padre y redescubrían, codo con codo, de nuevo el mundo. Juntos daban largos paseos y charlaban sentados en los bancos del parque como cualquier pareja de enamorados, pero estos momentos de felicidad duraban poco, con el paso de las horas Andrés observaba como Mónica se transformaba lentamente, veía como todo en ella mutaba hasta convertirse de nuevo en su patética versión de mujer destrozada.
Pasado un tiempo, Andrés decidió proporcionarle el dinero para la droga para evitar que ella continuase degradándose por callejones oscuros, pero aquello no dio muy buen resultado e igualmente tuvo que pasar noches enteras rastreando sus pasos hasta encontrarla, entonces fue él quien compraba la heroína y de ese modo, poco a poco consiguió alejarla de aquel inframundo. Cuando Mónica no aguantaba más el mono, él le daba su dosis y ella se pinchaba a solas en el cuarto de baño. A veces pasaba horas allí encerrada sumida en sus alucinaciones y otras salía dando tumbos y actuando de formas inesperadas que Andrés encajaba con lágrimas en los ojos hasta que los efectos desaparecían y ella caía rendida durante horas.
Andrés me contó una vez lo doloroso que era para él verla en ese estado, pero lo que más le dolía era el sufrimiento de ella por él, porque ella era muy consciente de lo que le estaba haciendo sufrir, cuando él abría su mano para entregarle su dosis, siempre la acompañaba de una pequeña lágrima, pero jamás lo hizo de ningún reproche. Quizás ese modo de actuar, dejando que fuese ella la que se diese cuenta de la situación, fue lo que la empujó al final a internarse en un centro de desintoxicación. Cosa que él le había suplicado muchas veces y a lo que ella no había accedido hasta ese momento. Esos meses fueron los mejores que compartieron juntos, la Mónica de antaño resurgió esplendorosa ante los ojos de Andrés que la visitaba todos los fines de semana y contemplaba maravillado el renacer de su delicada princesa. Cuando salió del centro ella parecía totalmente repuesta de su enfermedad, era portadora del sida pero hasta el momento, el virus no había evolucionado en su cuerpo. Encontró trabajo de cajera en un supermercado del barrio, cuando Andrés terminaba el trabajo pasaba a recogerla y juntos pasaban la tarde paseando por la playa, o en el cine, o simplemente mirando escaparates o de compras. Mónica había recuperado el gusto por la vida, lucía radiante y coqueta y lo que en un principio había sido un sentimiento de agradecimiento por Andrés, se fue convirtiendo sin darse cuenta en puro amor por aquel hombre que tanto había sacrificado por ella sin apenas conocerla.
Pero amigos, aquellos días felices solo fueron un espejismo, Mónica no era mujer de rutinas y solo tenía a Andrés en aquellos momentos porque su familia hacía tiempo que la había eliminado de los álbumes fotográficos. La soledad y la monotonía la hicieron ser presa de nuevo de su antiguo amor, el caballo. Y esta vez, sin posibilidad de enmienda.


Continuará...