Aquella mañana Mónica apareció desnuda en la cocina mientras Andrés preparaba un café. Cuando vio aquel cuerpecito delgado y sucio no supo muy bien como reaccionar. Ella solo quería agradecerle lo que él había hecho por ella la noche anterior y, desde hacia mucho tiempo, su única manera de agradecer era dejarse follar. Se dejaba follar por un poco de heroína, por algo de comida cuando el hambre la hacia quebrarse de puro dolor o simplemente, en los días más malos, por un vaso de vino agrio. En los barrios oscuros donde ella se movía para conseguir su sustento todos la conocían y la mayoría de las veces acababa desnuda y destrozada en el interior de algún coche abandonado, engañada y olvidada del resto del mundo.

Andrés, con suavidad, le preparó un buen baño caliente, frotó con ternura su espalda y descubrió como a medida que desaparecían las capas negras de humillación, aparecía ante sus ojos la piel blanca y suave de la esperanza. La dejó en el baño a solas, notó que desde mucho tiempo, ella no había hecho uso de aquel lugar y ahora se deleitaba frotando su cuerpo con el jabón, como intentando limpiar de su piel la inmundicia que a base de desprecios e insultos se había adherido a ella como pegajoso alquitrán.

El metió su ropa en la lavadora y bajó al supermercado para comprarle un par de bragas y unas compresas.

Cuando Mónica salió del baño, con su albornoz puesto, el la esperaba en la cocina con café y croissants recién hechos.

Mi hermano me contó que aquella mañana, mientras Mónica se descubría ante él, mientras se revelaba la mujer que fue antes de convertirse en lo que era en aquellos momentos, él se enamoró de ella.

Ella le contó que años atrás tenía una vida normal, un buen trabajo, una bonita casa, una familia y muchos amigos. Le contó que tuvo un precioso hijo pero que por una maldita enfermedad murió a los pocos meses de vida y que en ese punto fue cuando comenzó a deshacerse como papel mojado. La muerte de su hijo la sumió en una tremenda depresión y que solo el alcohol la anestesiaba de el dolor que sentía, más tarde el alcohol no fue suficiente y la droga se adueñó de su vida en todos los sentidos. Perdió el interés por todo en la vida, todo se fue alejando de ella, difuminándose y convirtiéndose en confusos recuerdos de su pasado. Ahora ya no tenía nada, no tenía familia ni amigos, no tenía vida ni nombre, no tenía absolutamente nada, no era absolutamente nada.

Mónica se desahogó aquel día, encontró en Andrés a una persona que por primera vez desde hacía varios años la escuchaba con atención sin ninguna intención más que eso, escucharla. Se sentía sin fuerzas para continuar con nada y la noche anterior, cuando su cuerpo se sentía morir por última vez, suplicó desesperadamente a ese Dios que imaginaba que ni sabía de su existencia y, en ese momento, apareció él, su ángel salvador.

Andrés la abrazo con ternura mientras ella se quebraba en un llanto contenido y le dijo que a partir de ese momento él cuidaría de ella y que nadie más le volvería a hacer daño, él la ayudaría a salir de aquel mundo oscuro y estaría a su lado en todo.

Ella levantó su rostro y sonrió por primera vez desde hacía muchos años.


Continuará...