-Sí… es Andrés… mi hermano. -Le digo mientras una corrosiva lágrima recorre mi mejilla. El forense me da un par de palmadas en el hombro como si eso valiese de algo y retorna a su macabra rutina. Me deja un par de minutos a solas con el cuerpo y cuando vuelvo a mirarlo me asaltan las dudas de si en realidad, el ser momificado y amoratado que hay tumbado frente a mí fue el hermano que tuve algún día. Apenas se distingue en su rostro algún indicio de que alguna vez, donde ahora solo hay piel y huesos, existiera carne joven y rebosante de vida. Cubro su rostro con la sábana y le doy un par de palmadas en el hombro, como si eso valiese de algo.

Es tarde, al salir un par de firmas en unos impresos y alguien que me dice que por la mañana me presente en algún lugar para formalizar los últimos trámites. Asiento con la cabeza mientras salgo de aquel lugar en busca de aire fresco y de una copa que elimine de mi cuerpo el hedor de la morgue.

Llueve y todos los bares a mi paso están cerrados hasta que al final encuentro una gasolinera con cafetería veinticuatro horas. Me seco al humo de un café y a los vapores de una copa de Chivas. A través de los cristales observo la lluvia tamizada en amarillos pálidos de las altas farolas que se difuminan diminutas hasta el final de la avenida.

Los recuerdos de Andrés me asaltan de forma desordenada y la lluvia trae a mi mente el primer día en que conoció a Mónica; Aquel día, Andrés acabó de trabajar tarde y como siempre, recorrió un par de manzanas hasta la parada del bus que le llevaba a casa, era un glacial día de invierno y desde el amanecer no había cesado de llover ni un instante. Las calles se presentaban ya bastante solitarias y la mayoría de comercios estaban cerrados. En la marquesina de la parada no había nadie nada más que él y un indigente tapado con cartones y bolsas en un rincón oscuro. El golpeteo de la lluvia contra el techo de PVC sonaba fuerte y el agua corría por las aceras entrando también en el suelo de la parada del bus. Andrés miró hacia el rincón pensando que aquel pobre hombre debía de estar empapado y pensó en llamar a la policía para que lo llevaran a pasar aquella noche a alguna casa de caridad u otro lugar más apropiado.

Llegó su autobús y cuando se disponía a subir, escuchó un “ayúdame” proveniente del fondo de aquellos cartones que lo dejó totalmente conmovido. Le hizo un gesto con la mano al conductor del bus para que continuase sin él y lentamente se agachó junto a aquel bulto. Apartó con cuidado los plásticos y hojas de periódico que eran la triste manta de aquella persona y allí descubrió a Mónica.

Recuerdo que Andrés me contó que cuando vio los ojos de Mónica, pensó que eran los ojos más bellos que jamás había visto. Aquellos ojos indefensos que imploraban su ayuda, su compasión y quizás, viéndolo todo ahora desde la lejanía, su perdón.

Mi hermano no lo pensó dos veces y parando un taxi, llevó a Mónica a su casa, intentó que tomase algo para entrar en calor pero la pobre estaba tan derrotada que tan solo le pidió un lugar donde poder dormir sin morir en el intento.

 

Aquí comenzó su historia, la historia de Andrés y Mónica. Mi hermano siempre fue un buen tipo y me joderá mucho que nadie vaya a su entierro, por eso os contaré lo que fue de él, para que por lo menos vosotros, los pocos que leáis estas palabras sepáis que todo lo hizo por ella y que jamás se arrepintió de nada.

 

Continuará…

 

Sinuhé (Reeditions)