Hoy ha salido el sol y el parque, tras varios días de lluvia incesante e incómoda, es un hervidero de vida. Decenas de niños corretean por doquier con ese zumbido típico del júbilo infantil desenfrenado. Las madres forman corros donde se mezclan a partes iguales alabanzas y críticas feroces sobre temas un tanto banales. Algunos padres aislados comentan la última cagada de Alonso en el gran premio de Canadá. En los bancos más aislados, huyendo un poco del barullo, los jubilados se ponen al día tras varios de incomunicación forzosa. Otros niños algo más mayores juegan a fútbol usando de portería las persianas metálicas de los bajos, para perpetuo escarnio de los vecinos de las primeras plantas. Gente paseando a sus perros, bicicletas, niñas con sus patines, pequeños exploradores en busca de hormigueros entre el césped… La estampa feliz de un día cualquiera, en cualquier parque, a cualquier hora de un día soleado.

De repente, se escucha un grito de aviso proveniente de los niños mayores que juegan a fútbol. Todos en el parque giran sus cabezas hacía allí. Un balón se dirige a una velocidad infernal hacia el banco donde se calientan al sol plácidamente los jubilados. El tiempo parece ralentizarse y los hechos son percibidos en cámara lenta. Los ancianos, enfrascados en acaloradas discusiones sobre la subida del precio del pan de molde, parecen no percatarse del inminente impacto mientras que a su alrededor, fotograma a fotograma, las mujeres se echan las manos a la cabeza.

Cuando el endemoniado esférico está a escasos centímetros del grupo de ancianos, el que está más próximo reacciona en décimas de segundo y levantándose ágilmente de un salto para el balón con el pecho y luego le da unos toquecitos con las rodillas y lo vuelve a elevar en el aire sobre sus cabezas, el segundo anciano, que está a su lado, suelta el andador y doblando su espalda cual contorsionista de circo, amortigua el balón entre su cuello y su omoplatos unos segundos, luego lo deja deslizarse lentamente por su espalda y le da un taconazo volviéndolo a elevar en el cielo azul hasta que el último anciano, impulsándose enérgicamente con su pie derecho sobre el banco, se eleva unos tres metros sobre el suelo y girando sobre sí mismo 360º, realiza una espectacular chilena golpeando certeramente el balón y empotrándolo en la portería metálica, ante la mirada atónita de los jóvenes futboleros.

Los ancianos retoman su discusión como si nada y las madres y los niños prosiguen con sus críticas y sus juegos. La estampa feliz de un día cualquiera, en cualquier parque, a cualquier hora de un día soleado.


Sinuhé