Capítulo 7.


A los pocos días de estar en aquel lugar rodeado de gente tan extraña, comencé a sospechar lo que era aquel extraño sitio. Supuse que aquello era una especie de psiquiátrico especializado en gente obsesa de los disfraces y el arameo. Porque todos allí hablaban en lenguas irreconocibles para mí y andaban todo el día enfundados en sus disfraces extraños. Aunque la originalidad no era su fuerte, la mayoría vestían trajes parecidos que imitaban cuerpecillos grises y delgados con enormes cabezas redondas de ojos rasgados y largos dedos como lombrices. A excepción de mi amigo Alf, que lucía el peor traje de todos. No se lo dije para no desmoralizarlo, pero la verdad es que era feo de cojones. Aunque era un tipo simpático, no es que tuviese una conversación muy fluida, pues de su “teléfono” y “mi casa”, no salía el pobre. Un día, por curiosidad, intenté quitarle el traje para ver quien había allí dentro, pero desistí ante los gritos de espanto cuando tiraba de los pelos de su culo, imaginando que en la ranura deberían de estar los velcros de cierre del disfraz.
Para mantener entretenidos a los internos, le habían montado una especie de taller de construcción, donde pasaban la mayoría del día construyendo algo parecido a un enorme plato sopero plateado. Pese a las pintas, parecían todos bastante inteligentes, pues se desenvolvían bien entre planos, herramientas y cachivaches electrónicos.
De vez en cuando, los tiarrones de negro se daban un paseo por allí y les daban palmaditas en la espalda como signo de aprobación a la labor que estaban haciendo. Al final, por puro aburrimiento, mi amigo Alf y yo decidimos unirnos al grupo de construcción. La máquina más tecnológica que yo había usado era mi antiguo vespino, pero como soy de naturaleza espabilada, aquello no sería complicado para mí. Aprovechando un momento en el que habían poca gente por allí, nos colamos en el interior del plato sopero, y para que Alf viera que yo sabía lo que hacía, comencé a apretar botones aleatoriamente, explicándole al mismo tiempo que si aquel de allí era para que no hiciera perleta la bujía, que si el otro era para ajustar la junta de la trócola, etc… Alf me miraba admirado y observaba con detalle mis movimientos, mientras que con su dedo rojo luminiscente se sacaba unos mocos.
En eso estábamos cuando subí unas palancas plateadas y aquella máquina comenzó a rugir y a temblar. En el alto techo en forma de cúpula, unas plataformas deslizantes comenzaron a separarse y pude ver el azul del cielo en la ranura que comenzaba a formarse. Bajo el plato sopero, el humo salía a presión al compás de sirenas y pitidos que retumbaban en toda la estancia. Los tiarrones de negro aparecían a decenas por todos los lados y nos gritaban e increpaban braceando con energía. El ruido no me permitía oírlos, pero supuse que me aclamaban por haber podido poner aquel artilugio en marcha, cosa que no habían conseguido todos aquellos personajes en todo aquel tiempo. Acto seguido, aquel armatoste comenzó a elevarse con celeridad, en ese mismo momento caí en la cuenta que quizás aquello sería mi salvación. No tenía muchas palancas y con mi intelecto, me sería fácil controlarlo para poder volver a mi casa. Salimos disparados hacia el cielo, estaba comenzando a saborear mi libertad de nuevo cuando nos estrellamos a escasos trescientos metros del punto de partida.
Salimos medio mareados del aparato que se había quedado clavado en la arena de aquella especie de desierto. A mi amigo le había pillado el golpe con el dedo en la nariz y parecía que se le había quedado atrancado.
Observando la situación, pude ver que el lugar donde había estado las últimas semanas estaba bajo el suelo, pues a mi alrededor solo divisaba una superficie plana y árida, tan solo rota por una especie de bar de carretera solitario, en la que un montón de motos permanecían aparcadas en perfecto orden. A lo lejos vi como algunos vehículos todo terreno se dirigían hacia nosotros a gran velocidad, seguro que eran los tierrones de negro que venían a felicitarnos por nuestra corta, pero gran gesta. Me gustan los homenajes, pero no estaba dispuesto a volver a aquel lugar de pirados, así que agarrando a Alf, me lo puse bajo los brazos y corrí en dirección al barucho.
Actué rápido. Me subí a la primera moto de la fila, acoplé a Alf en el manillar y salí a escape de aquel lugar. Al ruido del motor salieron del bar unos cincuenta tipos grandes, con chaquetas de cuero, grandes barrigas y unas barbas de órdago.
Pese a lo voluminoso de sus panzas, me parecieron muy habilidosos para subirse a sus motos y correr tras de mí.
Así que allí estaba, con mi vestido plateado brillando al sol corriendo por el desierto, con mi amigo Alf sentado en el manillar con un dedo atrancado en la nariz que le iluminaba de rojo toda la cabeza. Con cincuenta barbudos gordos tras de mí y tras estos, los tiarrones de negro corriendo para felicitarme. Aquello me trajo viejos recuerdos, y por algún motivo, me sentí libre y no pude más que lucir una gran sonrisa mientras el cálido viento azotaba mi rostro.

Continuará…
Sinuhé G.