Yo danzo ¿Y tu? Es un relato por capítulos que escribí hace un tiempo en otro blog, allí quedó inacabado por diferentes motivos, ahora lo vuelvo a publicar, corregido y hasta el final. Son diez capítulos que publicaré poco a poco, espero que lo os guste o como mínimo, arrancaros una pequeña sonrisa.





YO DANZO ¿Y TU? - AFICIONES -

Desde que tengo uso de razón, mi única obsesión ha sido la daza. Pero nada de danza clásica, ni ballet, ni ninguno de esos bailes modernos con nombres impronunciables. Lo mío siempre ha sido la danza por excelencia, la danza en palabras mayúsculas. Lo mío siempre ha sido… ¡la danza del vientre!

Todo comenzó siendo yo pequeñín, tras ver una película en blanco y negro de la que no recuerdo el título, en la que un grupo de esbeltas mujeres bailaban ante un sultán que las miraba sin demasiado interés.

Aquellas mujeres, más que bailar, levitaban como hojas al viento, y sus enérgicos movimientos de cadera, hacían temblar todos sus cuerpos (y el mío), como si en lugar de piel y carne, estuvieran hechas de gelatina. Aquello me emocionó y me maravilló de tal manera que marcó mi vida para los restos. A parte, creo que fue mi primera experiencia sexual consciente.

Muchas alegrías me ha dado la danza desde entonces, pero también no pocas penurias y decepciones.
En el colegio fui el hazme reír de todos los niños porque no concebían que un niñote como yo (siempre fui mas corpulento de lo normal), se dedicara en los recreos, descamisado, a mover el ombligo como un poseso y no a otros juegos mas propios de la machéz infantil. Eso si, las niñas se me arrimaban como las moscas a la miel y mis éxitos pre-amatorios superaban con creces la media del niño estandar. A fin de curso se organizaban varias actuaciones en el teatro del pueblo, en los números de baile yo siempre era el bailarín principal con mi danza del vientre, que ya había adquirido una técnica considerable.


Mis padres, tras el shock inicial de verse con un hijo con gustos tan raros, decidieron apuntarme a clases de baile para ver si me decidía por alguna rama con un poco mas de clase o pureza que, como decía mi padre, “eso que haces de mover la pancha”. Probé todo tipo de bailes; clásico, moderno, muñeiras, hip hop, sardanas… Pero ninguna caló hondo y dejé de practicarlas. Como mi especialidad no se daba en las escuelas de danza, me apunté a unas clases en la asociación de vecinos del barrio. El nivel no era muy alto, pero como contrapartida, seguí pillando cacho de vez en cuando entre las alegres bailarinas.


Ya más mayor, me puse a trabajar en la mercería de mis padres. Cuando tuve la cosa controlada, mis padres mí dejaban cada vez mas horas solo a cargo del negocio. En las tediosas horas sin clientela, me dedicaba a confeccionarme todo tipo de velos y faldas para mis danzas, con el innumerable surtido de todo tipo de tejidos y colores que tenía a mi disposición en la tienda, y con la calderilla que sisaba de la caja, me hacía larguísimos collares que tintineaban estrepitosamente bajo mis convulsos movimientos.


En esos primeros meses, casi llevo a la ruina el negocio, porque cuando entraban las clientas, se encontraban a un tipo (por aquel entonces yo ya andaría por el metro noventa), enfrascado en vaporosas sedas y con mas colgantes que el negro de el equipo A, moviendo su voluminoso vientre como si de posesión demoniaca o ritual budú se tratara la cosa, y daban media vuelta inmediatamente. A parte de los estragaos que causé en los valiosos rollos de telas.


Con la edad perdí un poco la agilidad, la figura y la gracia infantil, y apareció súbitamente en mi cuerpo una voluminosa panza cervecera (mi segunda pasión), y unas matas de tupido vello en las zonas más expuestas. Pero estos insignificantes inconvenientes no hicieron mella en mi empeño por dedicarme profesionalmente a la danza.
Cuando tuve lo suficiente ahorrado, tomé las decisión mas importante de mi vida. Si quería bailar la danza del vientre, tendría que ir al país donde se creó. Lo dejé todo, vendí mi vespino, y compré un billete de ida para Arabia.

Continuará…….

Sinuhé G.