2ª Parte.




Emprendí mi viaje a Arabia. Por miedo a que perdieran mis maletas con todos los valiosos vestidos de danza que tantos años y esfuerzos me habían costado. Decidí ponérmelos todos y asunto resuelto. Mi madre, viendo que aún me quedaban los brazos descubiertos y en previsión del frío que pudiese hacer en ese país desconocido, me puso una chaqueta de lana gruesa, la bufanda, el gorro y los guantes.


–¡Que los catarros son muy malos! – Dijo tajantemente, sin posibilidad de discusión. De camino al aeropuerto un par de ancianas me ofrecieron sus bolsos y huyeron despavoridas y una manada de perros callejeros salieron aullando al verme.


Con mi vestuario había triplicado mi tamaño y necesité la ayuda de seis azafatas para ocupar mi asiento en el avión. Fue un viaje tranquilo, las dos monjitas que tenía al lado no me molestaron lo más mínimo.
Cual fue mi sorpresa cuando al llegar a Arabia me enteré de que nadie hablaba español… ¡cosas vedéres Sancho, cosas vedéres!.

Pero esta nimiedad no me iba a hacer retroceder, agarré mi maleta con mis collares y me sumergí en aquella ensordecedora ciudad. Mi primera impresión fue que andaba por el mercadillo de los domingos de mi pueblo, mi segunda impresión fue la misma, y así fueron todas mis posteriores impresiones hasta pasadas unas semanas.


Me instalé en una especie de hostal en el que había una cama y un camello dibujados en un cartel junto a la puerta. Supuse que significaría habitación y desayuno. Una vieja arrugada regentaba el albergue. Supongo que mi esbelta figura la impresionaría sobre manera, en comparación con los raquíticos árabes que había visto yo hasta el momento, porque al verme, y a modo de bienvenida, se puso a emitir unos sonidos extrañísimos como de pavo en época de celo y a un volumen tan alto, que a los pocos segundos, todas las mujeres del barrio la acompañaron en tan estrafalario canto. Yo, un poco sorprendido, dejé caer mi maleta de los collares y el ruido de monedas hizo cesar su canto y lo transformó en una gran sonrisa. Me ofreció la mejor cama y salió gesticulando y parloteando cosas extrañas, supongo que en busca de el mejor camello de la ciudad para el desayuno.


Nadie me avisó del calor infernal que hace en Arabia. Comencé a quitarme vestidos y a partir del veinticuatro, estaban empapaditos de sudor, al verme desnudo pensé que debería de haber perdido unos cuantos kilos.
Dediqué los siguientes días a visitar la ciudad buscando el lugar ideal donde mostrar mis excelentes aptitudes para la danza. Me compré una túnica árabe para pasar más desapercibido, cansado de escuchar los cantos de pavo de bienvenida de las mujeres al verme, porque incluso vestido con mis mejores sedas, se daban cuenta de mi extranjería.


En el centro de la ciudad localicé un extraordinario edificio que rápidamente identifiqué como el teatro o la opera. Hacían varias funciones al día y allí se congregaba muchísimo personal.
Decidí que no me iba a andar con chiquitas y que mi salto al estrellato tenía que ser espectacular. Me colé en el teatro antes de la función…una enorme sala diáfana, de altos techos y completamente alfombrada parecía ser el escenario principal.


Calenté un poco y me puse a danzar con mis cinco sentidos en ello, para que cuando el público entrara (porque entraban todos de golpe cuando otro les avisaba desde un campanario), quedaran maravillados ante mis mágicos movimientos.
Dancé y dancé, todos mis anhelos se veían cumplidos por fin. Llegue a puntos extasiantes que creí cercanos a experiencias extracorpóreas. Ni tan siquiera me di cuenta de que una multitud de árabes habían entrado en el teatro y me miraban en completo silencio. Cuando por fin terminé la perfecta ejecución de mi danza del vientre. Aguanté unos segundos la respiración en espera del aplauso y las alabanzas de la multitud. Pero en lugar de ello, todos al unísono, echaron mano de sus cimitarras.
La persecución por las calles del zoco por cerca de un millar de árabes tras de mí, fue digna de las películas de Indiana Jones. Tiempo después me enteré que en realidad, lo que yo tomé como teatro, era la mezquita principal de la ciudad.
En la loca escapada de mis perseguidores por el laberinto de callejas de la zona baja de la ciudad, un anciano que vestía como Alí Babá, me cobijó en su casa y me salvó de la marabunta.
Este anciano más tarde se convirtió en mi benefactor, me dio un trabajo, me enseñó la lengua y me guió en mi camino hacia las más altas esferas de la danza del vientre. Si todo salía bien, pronto danzaría ante el sultán, la mayor gloria que se puede alcanzar en este mundo.

Continuará….

Sinuhé G.