Capítulo 4.


Andaba yo en mi caminar errante, perdido por el desierto arábigo, alimentándome de dátiles y calmando mi ardiente sed con agua de coco, lo cual me provocó no pocos problemas intestinales en sus vertientes más sonoras. Gracias a Dios, en la soledad del desierto, mis ruidosas ventosidades no causaban mas efecto que el de asustar a alguna que otra alimaña y mantener a una distancia prudencial a los depredadores típicos de estas latitudes.
Tras varios días perdido en aquel mar de dorada arena, ora por el sol abrasador, ora por la deshidratación provocada por mis incontenibles cagaleras, avisté tras las brumas de unas dunas un hermoso palacio. Arrastrándome, a duras penas, puesto que la debilidad por falta de sustento menguaba ostensiblemente mis movimientos, me dirigí hacia el palacio en cuestión con la esperanza de encontrar en él generosos moradores, que se apiadaran de mi persona y me dieran algo que llevar a mi convulso estómago y un jergón donde recuperar mi maltrecho cuerpo.
Tras ciclópeos esfuerzos, llegué hasta aquel lugar, y tamaña fue mi sorpresa al comprobar que lo que lo que en la lejanía mi alucinada mente interpretó como un esplendoroso palacio, no era más que un raquítico camello muerto. Mis pocas esperanzas de supervivencia se desmoronaron al instante y con ellas, las exiguas fuerzas que me quedaban. Me comí con poco afán mi último dátil y bebí los jugos de mi último coco, suspiré profundamente, se me escapó un estruendoso pedo y acto seguido, perdí el conocimiento.
Desperté pesadamente entre fuertes empellones y olor ha perro mojado. Al abrir mis hinchados ojos y todavía con la visión borrosa, me pareció observar la arena del desierto corriendo bajo mi. La primera impresión fue que estaba volando, quizá ya había muerto y los ángeles me transportaban en volandas hacia mi eterna morada. Cuando mis pupilas se habituaron a la luz y enfoqué mejor la vista, me percaté de que no eran querubines si no un apestoso dromedario lo que me transportaba. Mi cuerpo estaba amarrado, boca abajo, a la joroba del bicho y un viejo me sonreía con su enorme boca desdentada desde el suelo, a un par de metros.
Una caravana de comerciantes nómadas me había rescatado de aquel infierno in extremis.
El viejo hacia enérgicos aspavientos y, a la par que golpeaba insistentemente mi trasero con su garrote, señalaba hacia el horizonte, donde se vislumbraba a pocos kilómetros un enorme vergel de verdes palmeras. Con gran congoja interpreté que aquel árabe desdentado tenía intenciones sodomitas para con mi persona que sin duda, haría efectivas al llegar la caravana a aquel paradisíaco vergel. Poco a poco fui recuperando el sentido del oído, también mermado por mi debilidad, y junto con las arengas del anciano escuché los berridos bestiales del dromedario que me transportaba y de los que caminaban tras este en la caravana, junto con una serie de explosiones que al punto identifiqué provenientes de mis dolencias intestinales. Entonces, y para mi descanso, comprendí que lo que el desdentado quería decirme era que estaba asustando a los dromedarios con mis sonoras ventosidades y que apretara el culo hasta llegar al vergel, donde encontraría lugares mas propicios e íntimos donde liberar mis gases.
La fortuna me acompañó una vez más y los nómadas resultaron ser gente de lo más hospitalaria. Con unos brebajes sanaron en pocos días mis dolencias y con una dieta a base de leche de cabra y de algo que parecía carne seca, recobré mis fuerzas. Conviví con esta tribu durante unos meses, recorriendo el desierto de este a oeste. Por las noches, en los improvisados campamentos y a la luz de las hogueras, bailaba para ellos mi danza del vientre, único modo por mi parte de agradecerles el haberme salvado de una muerte segura. Mi extrema delgadez y mis barbas hasta el ombligo, no parecían restarle belleza a mis danzas, pues la mayoría de aquellos rudos nómadas parecían mirarme cada vez más con ojos libidinosos mientras babeaban al verme ejecutar mis gráciles movimientos.
En salvaguarda de mi honor, decidí que había llegado el momento de continuar mi viaje y me escabullí del grupo en el primer poblado en el que hizo alto la caravana para realizar sus trueques.
Las noticias de mi afrenta al sultán habían llegado raudas a todos los rincones de sus dominios y éste, había hecho colgar carteles de mi búsqueda por doquier. Los carteles, bastante gráficos, mostraban mi rostro de unos meses atrás, cuando más bien mi perfil era comparable al de la más bella Diosa griega, bajo el rostro, el dibujo de unas monedas y una cimitarra no dejaba lugar a dudas de sus intenciones. Por suerte, con mi demacrado estado actual, nadie en su sano juicio me tomaría por el bellezón retratado en aquellos carteles lapidatorios. Por precaución, afané un turbante y unas vestimentas berebéres para mimetizarme mejor entre el populacho.
El poblado estaba a escasos kilómetros del mar. Bordeando playas y abruptos acantilados me dirigí hacia el Norte, durante un par de días, hasta que llegué a una enorme ciudad. Un puerto pesquero y otro que parecía de mercaderías, por el tamaño de los barcos que estaban allí amarrados eran clara muestra de la importancia de esta ciudad. Entre las casas bajas destacaban los minaretes de las mezquitas. Mucha gente entraba por los distintos caminos y accesos, como en peregrinación. Supuse que algún acontecimiento tendría lugar allí en próximas fechas.
Tras una exploración general de la ciudad, me senté a descansar junto a una fuente en una plaza céntrica. Observando perezosamente al gentío que por allí deambulaba, estaba yo sumido en profundas reflexiones sobre cuales serían mis próximos pasos a seguir. Cuando unos gritos como de pavo degollado que me resultaron familiares me sacaron de mi ensimismamiento. Ante mí estaba la arpía que meses antes, cuando llegué a estas tierras me alquiló un cuartito. Como cuando ella me vio por vez primera yo todavía no me había metamorfoseado en belleza ultraterrenal. Me reconoció al instante y denunciaba mi presencia a la muchedumbre con demoníacos gritos a la vez que se daba palmadas en la cabeza. Me pregunté que carajo haría en aquella ciudad tan distante aquella arrugada arpía, tiempo después me enteré que era costumbre peregrinar a aquella ciudad una vez en la vida, maldecí al destino por tan rocambolesca coincidencia.
Corriose la voz de la recompensa que daba el sultán por mi persona entre la muchedumbre y en pocos minutos cientos de personas corrían tras mis pasos por las callejuelas que bajaban hacia el puerto. Como estas gentes son de natural linchador, a la masa perseguidora se unían cada vez mas personas que, aunque ignorantes de los motivos de mi persecución, gritaban igualmente proclamas nada tranquilizantes para mí. Cuando llegué al puerto y como último recurso para mi salvación me lancé al agua y nadé puerto adentro. Algunos lanzaron piedras y sandías pero con poca fuerza y puntería para mi alivio. Un enorme barco levaba anclas en esos momentos y trepando por una maroma me colé en sus bodegas.
La fortuna, de nuevo, se aliaba conmigo para salvar mi cuello de la cimitarra del sultán y me alejaba de aquellas ariscas tierras. Pensé que mi sueño ya se había cumplido y que ya era tiempo de volver a mi hogar. Con un poco de suerte aquel barco atracaría en algún puerto europeo y podría regresar en pocos días a mi pueblo.
Cuando la vista se habituó a la oscuridad de la bodega, mi culo se contrajo al momento como cuernos de caracol al ver que la carga completa del barco era de cocos autóctonos.

Continuará….

Sinuhé