3ª Parte.



El anciano que me rescató de la chusma se convirtió en mi padre adoptivo desde entonces. Parloteaba castellano porque de joven había sido comerciante de alfombras y había hecho negocios con españoles. Ahora regentaba un comercio de telas en el zoco; el equivalente a la mercería de mis padres en el pueblo. Como yo ya conocía el negocio, le fui de gran ayuda al frente de la tienda. Me enseñó el arte del regateo y a chapurrear el árabe. No le importó que mi afición fuese la danza del vientre, si no todo lo contrario. Me ayudó a depurar mi técnica, a hacerme la cera en piernas, brazos y barriga, y me confeccionó bellos vestidos dignos de la reina de Saba. Nunca le pregunté donde había adquirido esos conocimientos, ni por qué era el único en toda la ciudad que vestía siempre de rosa.
La cosa es que, como era inevitable, en el ambiente aladínico de aquel comercio y al igual que en la tienda de mis padres, comencé a danzar en las horas de menos clientela. Pero esta vez, y al contrario de lo sucedido en la mercería, las clientas no huían despavoridas al verme, si no que se arremolinaban a mi alrededor y aplaudían al ritmo de la música. Se corrió la voz por el zoco y decenas de personas acudían a la tienda para verme, incluso excursiones de turistas enteras hicieron punto de visita obligada para ver a la “Bella bailarina de la tienda de telas”, como se me comenzó a conocer. Verdaderamente el viejo había hecho un buen trabajo e incluso yo, mirándome en el espejo, no reconocía aquel cuerpo de butanero cascado que veía reflejado hacía poco tiempo, lo que ahora se mostraba ante mí era una alta y esbelta mujer, dorada por el sol del desierto.
Un día, al terminar mi danza, se arrimó a hablar conmigo una distinguida mujer que resultó ser la directora de la escuela de danza del vientre de la ciudad. Y me ofreció la posibilidad de unirme al selecto grupo de bailarinas que, en la próxima fiesta del sultán, iban a danzar en palacio. Por supuesto que le dije de sí, creo que en mi vida no ha habido momento mas feliz que ese.
Pase los siguientes meses ensayando con el grupo, y si mi alegría era poca, la directora me designó como primera danzarina. ¡No cabía mas gozo en mi¡
Por fin llegó el gran día. Toda la ciudad, vistiendo sus mejores galas, se reunió en los inmensos salones de ceremonias de palacio para festejar el cumpleaños del sultán. Aquella sala era el paraíso terrenal, altos techos dorados sostenidos por ciclópeas columnas de mármol rosa, gigantescos tapices hechos a mano con motivos variados, todos relacionados con el sultán o sus antepasados, suelos cubiertos de ricas alfombras….
Tras la cena, llegó mi momento, el sultán, sentado en su silla labrada de pedrería esperaba inquieto nuestro gran espectáculo. Comenzó la música y yo, encabezando el grupo de bailarinas, abrí el baile. Saltamos, nos contorsionamos, nos agitamos, giramos… el populacho grita de júbilo ante tan sublime imagen. De reojo, mientras levito sobre las preciadas alfombras, veo que el sultán no me quita ojo. Tras los últimos espasmódicos movimientos de cintura, termina la danza. Se hace el silencio durante unos instantes y todo el mundo mira al sultán, esperando la aprobación de este. El sultán se levanta lentamente y mirándome directamente a mí, comienza a aplaudir fuerte, pero pausadamente. La gente estalla en un estruendoso júbilo.
Veo que el sultán, entre el griterío, señalándome, le susurra algo a un enorme negro que lleva una gran cimitarra al cinto. Este negro, más otro que parece su hermano gemelo, me conducen por los pasillos de palacio y por los idílicos jardines de la parte posterior hasta otro edificio de tamaño medio, pero con más lujos incluso que el principal. Abren las puertas, me invitan a entrar, y las cierran tras de mí. Cuando me giro, no puedo creer lo que ven mis ojos. Como un centenar de hermosas mujeres medio desnudas, se reparten por doquier en la amplia sala. Algunas en piscinas vaporosas, otras tumbadas en divanes de terciopelo rojo con copas de vino en sus manos, otras bailando juntas completamente desnudas. Ante tal visión, mis atributos masculinos no pasan desapercibidos por ninguna. De pronto todo se esclarece en mi mente: el sultán, siendo ser de elevada inteligencia y perspicacia, se dio cuenta de inmediato al verme de que en realidad yo no era mujer, si no hombre. Pero también siendo ser de elevada sabiduría y benevolencia, me dejó danzar, y viendo que mi danza fue la más sublime de todas las que jamás vieron sus ojos, me premia ahora con este paraíso de beldades salvajes.
Pues bueno, como de bien nacido es el ser agradecido, me quité los velos en dos zarpazos y entre en faena rápidamente. Me costó prácticamente toda la noche ser agradecido con todas ellas porque parecían no conocer barón la mayoría de ellas. A altas horas de la madrugada, yacía exhausto en uno de los divanes rodeado de hermosas mujeres desnudas, uvas, vino, plumas y que se yo…cuando unos ensordecedores gritos me despertaron al punto. El sultán con los ojos fuera de sus órbitas y las venas del cuello como cuerdas de pozo, gritaba a un par de metros de mí mientras literalmente se estiraba de los pelos. Una caterva de negros enormes ¿Cuántos hermanos serían? Entraban por la puerta en ese momento alarmados por los alaridos del sultán y, con sus cimitarras levantadas, predispuestos ya a rebanar algún cuello. En décimas de segundo, decidí que ya tendría mas tiempo en otro momento para descifrar la extraña reacción del sultán…y pies para que os quiero, salté al jardín por una ventana que estaba entreabierta. Corrí y corrí, y los hermanos tras de mí, crucé los jardines, crucé la ciudad, crucé el río y me adentré completamente desnudo en el árido desierto, y los hermanos tras de mí.
Seguí corriendo horas y horas hasta que al fin, dejé de escuchar el amenazador barullo detrás de mí. Me senté a descansar bajo una palmera solitaria y tras coger aire y reflexionar largo tiempo, pensé que quizá el sultán en realidad no era un ser tan inteligente y bondadoso y en todo momento me tomó como mujer. Suponiendo imposible mi retorno a la ciudad, aguardé la noche, me hice un taparrabos con una hoja de palmera, arranque un racimo de dátiles y emprendí mi marcha hacia nuevos horizontes.

Continuará….

Sinuhé G.