Capítulo 5.


En la bodega de aquel barco y rodeado de cocos, pasé los siguientes días. Claro está, mis afecciones intestinales retornaron con más fuerza que nunca, pues de nuevo mi dieta y mi única bebida provenían de los cocos.
En completa penumbra y sin más entretenimiento que el de tararear cancioncillas a dúo con mis silbidos y mi esfínter, el cual en los últimos tiempos y dadas las circunstancias ya dominaba a la perfección, conseguí vencer a la locura mientras lentamente cruzaba el ancho océano. Hasta que un día de tantos, mientras pedorreaba distraído “la macarena” el ruido monótono de los motores disminuyó de forma considerable y noté que el barco reducía su velocidad y comenzaba a realizar maniobras extrañas, supuse que arribaba a su destino. Al poco rato, las trampillas superiores de la bodega se abrieron dejando entrar a raudales la blanca luz del sol que prácticamente me cegaron al momento. En la blancura me pareció distinguir unas cabezas que asomaban por el borde de las trampillas. Un par de marineros inspeccionaban los oscuros fondos de la bodega a la par que cubrían sus narices con gesto agrio. Supongo que atisbaron alguno de mis movimientos entre las montañas de cocos y no tuvieron mejor idea que alargar sus brazos y encender unas potentes linternas. En milésimas de segundo la chispa eléctrica y los gases producidos por mi anal musicalidad y acumulados durante varias semanas de viaje se unieron en fatal binomio y se produjo una bestial explosión que me hizo salir disparado a enorme velocidad, junto con miles de cocos en llamas, por la trampilla ante la mirada atónita y chamuscada de los marineros.
En mi vertiginoso vuelo sobrevolé una gigantesca estatua que al punto reconocí como la estatua de la libertad, continué mi vuelo sobre gigantescos edificios y largas avenidas atiborradas de tráfico. Los cocos iban cayendo a mi paso y el gentío comenzaba a señalar hacia el cielo entre exclamaciones de asombro. Dado que estaba en Nueva York, supuse que los lugareños me confundían con superman o algún que otro héroe volador de los tantos que en esta ciudad moran, aunque me pareció un poco extraño por que dándome un rápido vistazo, me percaté de que mi única vestimenta era un sujetador con dos cáscaras de coco que me había confeccionado fruto del aburrimiento y que además, quedaba parcialmente tapado por mi larga barba, que ya me llegaba casi hasta las rodillas y se mecía al viento como pañuelo de seda en la ventisca.
Comencé a perder altura y ante el inminente trompazo pensé que no era un mal final del todo, puesto que, aunque no de esta manera, siempre deseé visitar esta ciudad. En mi descenso llegué hasta un enorme parque, no sin antes rozar milagrosamente las azoteas de las últimas fincas y llevarme por delante unas sábanas blancas que estaban allí tendidas y atravesar los cristales de un invernadero la mar de majo.

Observé que la gente que paseaba por el parque gritaba y corría apresuradamente ante el bombardeo continuo de cocos en llamas a modo de lluvia meteórica apocalíptica. Ya a pocos metros del suelo acaricie las copas de los árboles y cerré los ojos para encomendarme al altísimo.
Puede que este se apiadara de mí persona, porque milagrosamente mi vuelo terminó en el centro de un gran lago que había en el parque. Al borde de la asfixia conseguí salir a flote y arrimarme nadando lentamente a la orilla. Hice pie y salí caminando, la sábana se me había liado en forma de toga y unas ramas de buganvilla del invernadero se me habían quedado enganchadas en el pelo a modo de corona de laureles. Cientos de personas observaban boquiabiertas ora el ser que emergía de las aguas, ora las esferas en llamas que caían al lago tras de mí.
A modo de saludo levante las palmas de las manos hacia ellos y al fondo alguien gritó “¡¡¡Miracleeee¡¡!!!Jesús liveeeeee¡¡¡ . Al punto, toda la gente se me abalanzó besando mis pies entre llantos y alabanzas hacia mi persona. Yo un tanto sorprendido el caluroso recibimiento que estas gentes otorgaba a los extranjeros me dejé llevar por no parecer descortés a las costumbres lugareñas. Me levantaron en volandas y comenzaron a pasearme por el parque entre cánticos que me sonaban a misa dominical. Cada vez se unía más gente al grupo y todos intentaban besar mis manos o un trocito de mi sábana. Pasadas varias horas, todavía continuaba el cortejo de bienvenida por las avenidas de la ciudad y miles de personas me aclamaban desde las aceras y desde las ventanas. Ya me dolían todos los huesos de ese peculiar transporte a lo vírgen del rocío y pensé que quizás lo que estaban esperando era que yo devolviese de algún modo el caluroso recibimiento para dar fin al acto. Dando un grito a mis transportadores conseguí que me bajaran al suelo, se apartaron un poco dejándome en el centro de un círculo y de repente se hizo el silencio. Todo el mundo me observaba como esperando al que va a dar un gran discurso. Como no entendía ni papa de la lengua de esta gente decidí hablar en el idioma que mejor conocía y que es común para el mundo entero. El baile.
Comencé a bailar mi danza del vientre en el centro justo de la quinta avenida. Al realizar los movimientos, todavía se me escapa algún que otro cuesco que hinchaba las sábanas de forma mágica y que otorgaba a mi danza un halo de lo más místico y sensual. Una exclamación de asombro se extendió de forma unánime entre el gentío. De repente, todo el mundo se puso a imitar mi danza entre lágrimas y proclamas de amor hacia mi persona entrando en una especie de catarsis colectiva que me dejó un tanto anonadado.
Andaba yo ya pensando que en este país estaban como puñeteras cabras y rumiando una forma rápida de escabullirme de allí cuando desde el cielo descendió un helicóptero sin muchos miramientos en su aterrizaje. La gente se apartó rápidamente. Del aparato bajaron un par de tipos vestidos de negro y de un zarpazo me metieron dentro y emprendieron de nuevo el vuelo. Protesté enérgicamente pero los tipos no se inmutaron lo más mínimo. Observé por las ventanillas que salíamos de la ciudad y emprendíamos un largo recorrido hacía el interior. Físicamente extenuado por los acontecimientos del día, apoyé mi cabeza contra el cristal, por la relajación me tiré un par de sonoros pedos y me quedé dormido pensando que quizás esta buena gente, tras explicarles mi historia, me llevarían de nuevo a casa.

Continuará…

Sinuhé G.